jueves, 28 de febrero de 2013

Puro metal (1ª parte)


Puro metal (www.purometal925.com). Una nueva e inquietante línea de joyas en plata maciza 
diseñadas por mi buen amigo Álvaro Pérez para www.elpasogaleriadecomuniacion.com)




Llegué a Providence el 28 de febrero de 2013. Una gruesa capa de nieve cubría la calle y el viento soplaba colándose por debajo de mi abrigo como si quisiera desnudarme con sus helados dedos. Mientas avanzaba pegada a los edificios, en mi cabeza sólo había una idea, llegar lo antes posible a la mansión de los Gilman con la esperanza de que, tal y como imaginaba, fuese una confortable residencia bien caldeada, en la que podría refugiarme del frío y de la soledad que traía acumulada desde Nueva York, como una pesada carga de secretos.

Deseaba experimentar la vida idealizada de las ciudades pequeñas: buenos vecinos, comida abundante, reuniones familiares de Acción de Gracias y entretenimientos provincianos con olor a  galletas de jengibre. Sin embargo, una extraña inquietud anidaba en mi estómago desde el mismo momento en que acepté el trabajo y comencé a tener terribles pesadillas de las que despertaba en mitad de la noche empapada en sudor.

Tomé el tren en la Gran Central con una pequeña mochila azul a la espalda y mucha inquietud, tanta que en varias ocasiones estuve a punto de bajarme del vagón, sin embargo, poco  tiempo después de que arrancara el convoy sentí un suave olor a flores, tal vez el perfume de alguna pasajera entrada en años que había desempolvado una vieja fragancia y caí en un sueño inquieto y denso.

Desperté cuando el revisor, me avisó de que estábamos llegado. Según la información que había recopilado a través de Internet, debía llegar a la moderna estación de ferrocarril, pero cuando el tren se detuvo, me encontré en el andén de una construcción decimonónica y desierta en la que nadie más que yo se apeó. Parecía un apeadero fantasma de esos que quedan a su suerte en algunos pueblos abandonados del interior. No había señal de vida humana: ni viajeros, mi maleteros, ni las socorridas máquinas de refrescos que sustituyen a las personas en los lugares con poca afluencia de viajeros.

Estuve sentada en los duros bancos de madera de la sala de espera durante más de veinte minutos, ya que según las instrucciones que me habían dado llegaría un coche a recogerme a mi llegada. Inquieta saqué del bolsillo en varias ocasiones mi teléfono móvil para comprobar invariablemente que no tenía cobertura. Después desdoblé la carta que guardaba en el interior de mi abrigo, en la que se indicaba la dirección exacta de la casa y salí al exterior. Con un profundo suspiro de desolación contemplé el ancho desierto helado que se extendía ante mi, envuelto en una niebla plomiza y perturbadora y comencé a caminar sobre las aceras heladas.

En varias ocasiones sentí la tentación de regresar a la estación y tomar el primer tren con destino a cualquier parte, pero seguí avanzando como un zombi hasta que, desde el fondo silencioso de la avenida me llegó un siseo desconocido que rompía el tedioso silencio. Alcé la vista sobresaltada y ví cómo un viejo trineo tirado por cuatro caballos negros de piel brillante y mirada asustadiza se acercaban a mí a toda velocidad hasta detenerse justo a mi lado.

La portezuela se abrió violentamente y una mujer menuda descendió de él tendiéndome la mano. Tendría más de cincuenta años e iba vestida con un abrigo anticuado y un sombrero de piel pasado de moda.

- ¿Señorita Morn? Soy la Señora Dunwich. Suba al coche, por favor.  – Parloteaba con mucha soltura, como si fuésemos viejas amigas - Lamento haber llegado tan tarde, pero los señores Gilman decidieron ayer mismo trasladarse a su villa de las afueras de Providence y, desafortunadamente, la nevada de esta noche nos ha dejado algo aislados. – Sonrió como si estuviese recordando una escena entrañable – El Señor Ward,– dijo señalando hacia donde debía encontrarse el pescante -  ha tenido que retirar una buena cantidad de nieve de la entrada de la cochera, pero a pesar de eso, el único vehículo capaz de salir de la finca esta mañana, ha sido esta vieja antigualla.

- Entiendo – contesté tímidamente mientras observaba el cálido refugio entelado que resultó ser aquel carruaje. Desde luego, podía pensarse que se trataba de una pieza de museo, una nueva extrañeza que subrayaba mi inquietud.

Dorotea Dunwich sonrió distraídamente mirando hacia el exterior. Todo parecía estar dormido. Pasábamos velozmente junto a las viejas villas cerradas, no se veían personas en las ventanas ni en las calles, no había luz tras los cristales de las tiendas y tuve la sensación de que el viento nos seguía, nos rodeaba y hasta nos empujaba, como si estuviésemos atravesando un túnel de pruebas.

- Es hermosa la nieve – dijo como si pudiera leer mis pensamientos y quisiera tranquilizarme  – Cuando nieva se hace el silencio y todo se detiene.

Mis pies y mis mejillas comenzaban a entrar en calor. El cosquilleo gratificante de la sangre que circulaba de nuevo alegremente por mis venas, el cansancio acumulado del viaje y un sutil olor a flores que me resultó vagamente conocido, se apoderaron de mí arrastrándome a una irresistible somnolencia. No se cuanto tiempo estuve inconsciente, pero al despertar el carruaje estaba atravesando las altas puertas de hierro de la antigua mansión Gilman, un enorme palacio de piedra gris, cuajado de formas arbóreas que le daban un temible aspecto orgánico desde los cimientos hasta excéntricas almenas cuajadas de espeluznantes gárgolas.

Me estremecí de nuevo y tuve que reprimir el impulso de huir.

- Ya hemos llegado, querida – dijo la señora Dunwich mientras abría la puerta y se lanzaba al exterior con una agilidad que no correspondía ni a su edad ni a su silueta algo entrada en carnes. Yo bajé inmediatamente después. El suelo estaba resbaladizo. La nieve había dejado de caer hacía tiempo y el viento había congelado la superficie.

Caminé cuidadosamente hasta llegar a las anchas escaleras que terminaban en un profuso portón tallado de madera oscura que se abrió justo cuando estábamos a punto de alcanzarlo.

- Bienvenida a Arkham House. – Dijo una dilatada voz masculina que se deslizó desde el interior de la mansión y que precedió a la alta y distinguida figura de un hombre de rostro alargado y tortuoso que me resultó extrañamente familiar.

- Señor Gilman – intervino rápidamente la señora Dunwich – ella es Leonora Morn, la nueva institutriz.

- Por supuesto –dijo él tendiéndome una mano helada mientras plegaba su rostro acartonado en lo que quería ser una  sonrisa. – Enseguida conocerá a mi hija, pero antes acompáñeme a la biblioteca, allí podremos hablar sobre lo que se espera de usted mientras entra en calor junto a la chimenea.

Al atravesar el umbral sentí aún más frío que en el exterior. El edificio era enorme, las escaleras ascendían acompañadas de una barandilla que se retorcía sobre sí mismas como la espalda de un animal del abismo. Las ventanas, veladas con enormes vidrieras de colores, filtraban enérgicamente la luz exterior convirtiendo las salas en lugares inquietantes y llenos de sombras móviles. Los ecos de las pisadas ascendía como amenazas rebotando en las paredes. En definitiva, la imagen idílica y confortable que me había hecho de mi estancia en Providence se diluía rápidamente como papel mojado.

Me senté tiritando junto a la chimenea. Aún no me había quitado el abrigo. El señor Gilman se sentó frente a mí, envuelto en su batín de terciopelo y me tendió una taza de té humeante antes de comenzar a hablar:

- Las normas de esta casa son sencillas pero estrictas. Está prohibido bajar al sótano y salir del recinto de la Mansión sin la compañía del señor Ward. Eso es todo, como puede ver, señorita, no es mucho pedir. En cuanto a mi hija Katja, usted misma comprobará que se trata de una niña muy dócil y afectiva, por lo que espero que su estancia  aquí sea agradable y prolongada.

El señor Gilman volvió a repetir un esbozo de sonrisa para dar por terminada nuestra conversación. Inmediatamente, como si hubiese estado escuchando detrás de la puerta, entró la señora Dunwich y me indicó con una mirada que debía acompañarla. Di un último sorbo a mi taza de te y salí de nuevo al corredor.

Noté cómo el vello de todo mi cuerpo se erizaba mientras subíamos las escaleras hacia mi dormitorio. La señora Dunwich brincaba alegremente sin dar señales de fatiga, mientras que yo había comenzado a jadear y sentía la irregularidad bulbosa de los peldaños bajo las suelas de los zapatos.

En el rellano del último piso nos encontramos con Katja, una silueta sonriente y silenciosas que esperaba clavada en mitad de aquel frío insufrible con un anticuado vestido de franela y el pelo retenido en dos gruesos lazos de terciopelo de azul. Me dio un vuelco el corazón al verla con las manos enlazadas a la espalda igual que un soldadito. Jamás en mis años de experiencia me había encontrado con ningún niño de siete años capaz de esperar quieto y silencioso durante varios minutos a la llegada de su profesor.

Cuando estuve a su altura me tendió una manita helada e hizo una reverencia mientras decía con su voz infantil:

- Encantada, señorita Morn.

Me produjo escalofríos.

- Hace mucho frío aquí, ¿verdad? – dije reaccionando rápidamente. – Vamos a algún sitio más acogedor y nos conoceremos mejor. – Ensayé una sonrisa que calculo que debió de resultar muy insegura porque enseguida la Señora Dunwich tomó el relevo y con paso ágil nos condujo hasta el final del corredor.

- Este será su dormitorio – Sentenció mostrándome una recargadísima habitación devorada por cortinajes y paneles de madera tallada.

- Como verá el dormitorio infantil, la sala de estudio y la de juegos están todas comunicadas entre  sí para que tengan mayor independencia. De ese modo no tendrán ningún motivo para transitar por los helados pasillos de la mansión – dijo con un ligero rastro de ironía antes de mostrarme las salas contiguas.

El dormitorio infantil no era una habitación sólo pa ra Katja, sino que resultó ser una enorme sala en la que se alineaban siete  camas con dosel que se separaban unas de otras por una amplia alfombra, una mesilla y una pequeña cómoda. Instintivamente busqué mi teléfono en el bolsillo del abrigo y comprobé que seguía sin conexión. La señora Dunwich de un vistazo atrapó mi consternación y dijo:

- Lamentablemente aquí no tenemos cobertura para poder utilizar dispositivos electrónicos,  de manera que vivimos bastante aislados y felices.

Si lo había dicho con ironía yo no lo había notado, pero tuve una sensación de angustioso aislamiento que me recorrió la espalda con un espasmo que no debió pasar desapercibido porque la niña me tomó de la mano y me llevó a rastras hasta la sala de juegos.

- Siéntese señorita Morn, jugaremos a tomar el té y a las mamás.

- Bueno, las dejaré solas para que se vayan conociendo - dijo la Señorita Dunwich y salió de allí con una sonrisa.

Cuando volví los ojos hacia mi pupila encontré a una niña totalmente diferente, menos inexpresiva y sonriente, mucho más humana.

- ¿Es un poco extraña, verdad? – me dijo – Aquí nada es del todo normal.

- ¿Por qué dices eso? - pregunté.

- ¿Has conocido a mi padre adoptivo? – me devolvió la pregunta como un boomerang.

- Por supuesto – dije expectante.

- ¿Y no te ha parecido un poco.... anticuado? – continuó bajando la voz. – Yo llevo aquí sólo unas semanas, pero todo me parece viejo, empezando por esta ropa que me obligan a ponerme.

- Entiendo. – dije – Bueno. Ahora estoy yo aquí y espero que nos entendamos bien.

- Y tú ¿por qué has venido? – preguntó – Quiero decir que yo estaba deseando tener una familiar y salir de aquella horrible institución y, a pesar de que todo esto sea un poco misterioso, estoy mucho mejor aquí.

- Bueno, digamos que yo también necesitaba una vida nueva – dije y, sin darle tiempo a que siguiese con aquel interrogatorio, me levanté dando una palmada – Pero ya está bien de preguntas, ahora ayúdame a deshacer el equipaje y nos organizaremos.

- Claro – saltó de su asiento y me siguió a través de las puertas contiguas hasta mi habitación.

- A esta mansión le falta un poco de alegría y de luz – dije y ella se rió – Abrí la ventana y miré al jardín cubierto de nieve. Desde esa altura debería verse una vista amplia del paisaje que rodeaba la mansión, pero lamentablemente una densa niebla se alzaba como un muro unos metros más allá. – Cámbiate de ropa y saldremos a jugar un poco.

- Estupendo – gritó Katja y salió corriendo de la habitación.

Pocos después estábamos tirándonos bolas de nieve y riéndonos. Había dejado de nevar y el sol calentaba tímidamente, a través de las nubes. La niña se divertía, parecía que hacía mucho tiempo que no jugaba con nadie. Pero mientras corríamos lejos de la fachada principal, noté que una sombra alargada se movía detrás de los cristales. Se abrió la ventana y vi la silueta inexpresiva del Señor Gilman observándonos. No puedo decir que su actitud fuese reprobatoria, desde luego, pero había algo de extrañeza en su manera de mirar, como si jamás hubiera visto a unos niños jugando con la nieve.

Unos días después de mi llegada, bajé a la cocina para hablar con la Señora Dunwich:

- Señora Dunwich – rectifiqué buscando su complicidad – Dorotea. La niña y yo desearíamos acercarnos a la ciudad para hacer unas compras.

La mujer se volvió a mirarme como si no comprendiese de lo que estaba hablando.

- ¿Hacer compras? – repitió – No creo que sea necesario. Puede usted pedirme a mí o al Señor Ward todo lo que necesite y se lo traeremos encantados.

Dudé durante un segundo:

- Por supuesto, por supuesto... Pero creo que sería una buena experiencia para la niña salir de aquí durante unas horas. A pesar de que la mansión sea grande, bueno, hay un mundo por explorar ahí fuera y los niños, también tienen que conocerlo. – Sugerí como si no tuviese importancia su negativa.

- En fin, lo consultaré con el Señor Gilman. – Me dijo con una sonrisa – Como comprenderá esa decisión no depende de mí.

- Desde luego – Contesté creyendo haber logrado superar una barrera infranqueable. Pero la respuesta no se hizo esperar. Esa misma noche el dueño de la mansión me hizo llamar y me invitó de nuevo a sentarme ante él en la biblioteca. En esta ocasión su rostro alargado, circunspecto, de mirada un tanto asombrada, no esbozó ningún intento de sonrisa sino que clavó en mí sin piedad antes de decir:

- Señorita Morn, entiendo que a veces se le hará difícil no salir de este recinto, pero créame – hizo una pausa que se me antojó temible – que por su bien y por el de la niña están mucho mejor aquí, lejos de todos los peligros que acechan en el exterior. – Aquel discurso me resultó trasnochado, oscuro e intenté rebatir:

- Pero Señor Gilman, lo único que pretendo que es que su hija crezca como una niña normal, que salga de compras, que vaya al cine, que se divierta – Tal vez el gesto de extrañeza que cruzó su rostro debería haberme avisado de que había algo más que excentricidad detrás de su actitud, pero en ese momento sólo veía una cosa, la necesidad de ganar la primera batalla que me dejase consolidarme en ese entorno hostil.

- Creo que no me ha comprendido bien, Señorita – continuó él sin cambiar el tono de su voz y sin parecer contrariado – No quiero que mi hija sea una niña normal.

Me estremecí. No había ninguna posible réplica a aquella aseveración y la mirada insensible que me taladraba desde sus inquietantes pupilas subrayaban aquella hipótesis que se concretó con la entrada en escena del señor Wad. Se acercó hasta mí con su rostro cetrino y su riguroso traje negro y, sin llegar a rozarme, sentí cómo me obligaba a ponerme en pie y a salir de allí.

Desde aquel encuentro estuve estudiando detenidamente la mansión y a sus habitantes. Sobre la azotea no existían antenas ni repetidores y el sistema eléctrico resultaba incomprensiblemente precario. Una enorme y anticuada caldera de carbón calentaba escasamente las habitaciones que, afortunadamente, mantenían siempre encendidas sus anchas chimeneas humeantes.

Por otro lado, el servicio doméstico parecía evitar el contacto con la niña y conmigo. En ocasiones  les veía cuchichear entre ellos con cautela y volvían a sus tareas indescifrables de subidas y bajadas, de apariciones como si nosotras no existiésemos. A veces Katja y yo podíamos pasar horas sin encontrarnos con nadie. Salvo en las rigurosas horas de comida, clases y baño, las habitaciones principales parecían no tener vida. El silencio se instalaba como una amenaza húmeda que lo llenaba todo.

Recuerdo que poco tiempo después, mientras leíamos un viejo libro de cuentos infantiles, inclinadas sobre las ilustraciones decimonónicas, notamos la presencia de la señora Dunwich a nuestra espalda y las dos gritamos sobresaltadas. La mujer no se sorprendió por nuestra reacción ni hizo ningún comentario al respecto, sencillamente se limitó a recordarnos que habíamos sobrepasado la hora marcada para ir a dormir y que debíamos retirarnos.

Aquella noche la pequeña me llamó desde su cama en varias ocasiones porque no podía conciliar el sueño. Decía que cada vez que cerraba los ojos veía el rostro del ama de llaves iluminado por el resplandor de la chimenea y que el corazón volvía a ponerse en movimiento como una locomotora.

Una semana más tarde, cuando me levanté por la mañana, no pude encontrar a Katja en su dormitorio. La busqué en el jardín, en la cocina, incluso me aventuré a llamar a la puerta de la biblioteca con la intención de preguntar al señor Gilman por su hija, pero allí me encontré a una mujer delgada y hermosa a la que no había visto nunca antes, ataviada con un vestido largo y demasiado elegante, que me recibió con una calurosa sonrisa.

- Señorita Morn – me estrechó la mano – Soy Mona Gilman, la madre de Katja. – Parloteaba con ligereza, sonriendo y gesticulando con elegancia – Le extrañará no encontrar a mi hija por aquí pero hoy está cumpliendo una importante misión junto a mi esposo y a la señora Dunwich.

Yo no sabía cómo reaccionar, así que esperé pacientemente a que continuase su discurso.

- Hoy será el gran día – continuó – porque Katja elegirá a su nueva hermanita – Dijo con una sonrisa soñadora.

- Nadie me había avisado de ello – intervine extrañada. Pero la mirada de la mujer, algo confusa, se fijó en mí y me vi obligada a añadir, titubeando – Pero supongo que eso es ... fantástico ¿Verdad?

- Claro que sí, querida. La familia Gilman crece, y seguirá creciendo durante mucho tiempo. – Aquella frase quedó temblando en el aire y me resultó tan enigmática como temible.

Salí de allí sin saber qué debía hacer. Vagabundeé por la mansión vacía, el día me pareció interminable y temible: los sonidos de la mansión crecían y chocaban contra las paredes de los corredores recordándome mi inquietud. Los relojes martilleaban machaconamente su cantinela que rebotaba en mi cabeza llena de temores, hasta llevarme a un estado de ansiedad que me obligaba a respirar desacompasadamente, como si estuviese sufriendo una crisis de asma. La realidad asfixiante de aquel lugar, sin la presencia de la niña se me hacía totalmente insoportable y decidí salir a dar un paseo. Me puse el abrigo, me calé el gorro de lana, la bufanda, los guantes, respirar aire fresco.

Bajé hasta la superficie nevada con la única idea fija en mi cabeza de llegar como fuese al límite de la propiedad. Quería ver los confines de ese mundo privado en el que me sentía recluida y en el que Katja y yo habíamos llegado a desarrollar una relación muy estrecha, llena de complicidades, en la que nos sentíamos más seguras. Juntas entre la pequeña multitud de seres extraños que transitaban a nuestro alrededor como marionetas malignas.

La nieve nueva, crujía y se hundía fácilmente bajo mis pies. Caminé con dificultad alejándome de la casa. Cada paso me suponía un esfuerzo enorme que me hizo sudar enseguida, pero después de una agotadora hora de fuerza de voluntad y zozobra, logré vislumbrar los límites de la propiedad. En mi cabeza había comenzado a formarse la idea de huir, de escapar, de alejarme lo más posible de allí, huir. Giré varias veces la cabeza para asegurarme de que nadie me seguía y continué anotando cada rumor de mis pies, cada jadeo que parecía delatarme en mitad del silencio, cada oleada de calor que subía desde mi pecho perlando mi frente de gruesas gotas de sudor.

Llegué hasta la valla, que no era más que una pequeña empalizada de piedra, nada que pudiera retenerme, nada que no fuese capaz de superar de un salto. Respiré aliviada. Coloqué mis manos sobre la roca y me puse de puntillas para averiguar qué había con exactitud al otro lado, pero solo pude ver el bosque,  solitario y misterioso, extendiéndose ante mis ojos. Intenté subir sobre la empalizada para ver si lograba tener una mejor perspectiva, pero entonces sentí ese pequeño rumor que me obligó a mirar detrás de mí. Desee encontrar algún animal pequeño, quizá un conejo, que habría me hubiera sobresaltado sin ningún motivo, pero en vez de eso encontré de frente con el rostro cetrino y hermético del Señor Ward, que me observaba amenazante.

Todo mi cuerpo comenzó a temblar presa del pánico y me pedía que saliera corriendo de allí lo antes posible, ya, en aquel mismo instante, pero las piernas no me respondían y aquel hombre estaba demasiado cerca, demasiado como para que no le hubiera sentido caminar sobre la nieve fresca, demasiado como para que no hubiera producido ningún  ruido antes de llegar junto a mí.

- La señorita Gilman ya ha llegado – dijo como si su presencia no fuese una amenaza sino un simple servicio para notificarme la llegada de mi pupila. Pero yo no podía moverme. Me sentía atrapada en mi cuerpo como si fuese víctima de una droga paralizante. Él esperó pacientemente a que reaccionase, sin volver a hablar, pero también sin retirarse. Parecía alerta, presto a actuar si tomaba la decisión equivocada y, finalmente, logré ponerme en movimiento y seguirle a través del páramo helado mientras me decía a mí misma una y otra vez que acababa de desperdiciar la única posibilidad que tendría de huir de aquella cárcel.

(Continuará....)

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