jueves, 20 de febrero de 2014

Huele a prisa



Ernest Descals

Huele a prisa, a gente que entra y que sale, a urgencias de retorno a casa después del trabajo. Alguien me toma del brazo y me guía hasta un asiento libre y noto sus dedos rígidos como garfios apretándome la piel.

- Gracias, gracias – susurro entre dientes – no hace falta, estoy bien, de verdad.

Pero el hombre que me conduce no acepta mi desenvoltura, debo sentarme, debo obedecer a su necesidad de hacer el bien. No importa, ya estoy acostumbrada, antes me enfurecía la indefensión que provoca la indefensión, pero ya lo he superado, los desconocidos se sienten mejor cuando piensan que pueden ayudarte, cuando se apiadan de ti porque creen que no puedes verles.

Mi oído se expande en el aire, siento el cansancio de la gente que me rodea, el quejido de sus respiraciones, la cadencia de los pasos embrutecidos, aplastados por el peso de las esperanzas, de los fracasos, de las ambiciones. Alguien lee a mi lado, siento la leve brisa de las páginas que me abanican al pasar, como alas de mariposa, transportando un suave perfume de mujer.

El tren se detiene, una bocanada de vidas se escurre por las puertas neumáticas mientras otras porfían por entrar en el vagón. Alguien pasa a mi lado dejando tras de sí un agrio aliento alcohólico pobremente camuflado tras el velo de un chicle de menta. Por la forma que tiene de mover el aire le imagino ancho y corpulento, algo escorado hacia la izquierda, el cabello ralo pegado a la cabeza. Arrastra ligeramente los tacones de sus zapatos deformados provocando una fricción pesada y repetitiva sobre el piso de goma.

El tren arranca con un suave tirón y se embala por la tubería intestina. Los viajeros hablan entre sí, repiten risas y anécdotas de la jornada de trabajo o de las clases, atienden llamadas telefónicas que empapan la soledad, teclean, sobre sus pantallas táctiles, mensajes insustanciales que les hacen sonreír.

De unos auriculares cercanos se resbala la salmodia de un audio libro que no logro identificar. Una voz masculina va contando, lentamente a veces, a golpes de diálogo en otras ocasiones, la trama de una historia que comienza a interesarme pero de la que me cuesta robar de vez en cuando una palabra.

Pero debo estar atenta, estoy llegando a mi destino. Me pongo de pie, agarrada a la barra vertical y avanzo entre la gente. Siento sus miradas tocándome el cuerpo cuando descubren mi ceguera y el vacío silencioso que van dejando ante mí para facilitarme el paso.

El tren se detiene bruscamente, las puertas neumáticas se abren con su resoplido zoológico y me dejan pasar. Extiendo mi largo bastón y voy topando con los pies de los viajeros hasta llegar a la pared del fondo, firme refugio que me guía hasta el ancho hueco de las escaleras, por el que me deslizo sin urgencia.

Los ecos del pasillo me devuelven las formas densas de los cuerpos que se desplazan, los pasos taconeados de algunas mujeres, el balanceo amortiguado de las suelas deportivas, los acordes de una guitarra que se derraman por los pasillos alcanzando con su calidez las heladas miradas de los viajeros programados.

La calle está ahí fuera, detrás del rumor de los tornos que se abren y se cierran como tijeras contando cuerpos. Desde arriba llega el bullicio de los coches, el ruido de la gente que habla y pasea y se queja, el olor de la pastelería de Inés y de las castañas asadas de Manuel, la voz de Claro, el quiosquero con el que me entretengo cada madrugada antes de dirigirme al trabajo, el fragor del bar de Pepe en el que los que comenzaron la jornada tomando un buen café, rematan el día con una cerveza y una conversación de viejos amigos mientras esperan que comience la retransmisión deportiva o la partida de dominó.

He llegado a mi barrio, a mi casa; al lugar en el que las calles tienen formas definidas y las irregularidades del suelo son balizas con las que puedo orientarme, donde las voces que me saludan diseñan un mapa único que me guía sobre la tierra sin necesidad de tocarme, ni de apiadarse de mí, ni de ayudarme si yo no se lo pido. He llegado a ese refugio sagrado en el que sólo soy Elena, una vecina más con una historia a sus espaldas, no más pesada que la de los demás.

Paloma Ulloa

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