lunes, 11 de abril de 2016

Madrid, iglesia de las Salesas




Camino por mi ciudad como si fuese una turista. Siempre me ha gustado esta práctica errática, paseo sin destino, dejándome seducir por una fachada o por un personaje pétreo que me mira desde sus alturas, como en su día hice cuando escribí “Madrid al detalle”, casi veinte años atrás. Es un ejercicio interesante. No es extraño que a veces alguien se detenga a mi lado y siga mi mirada para intentar averiguar por qué me paro, por qué fotografío un balcón o sonrío, aparentemente sin motivo, clavada ante un portal o bajo cualquier cornisa.

Hoy mi deriva me lleva hasta la iglesia de las Salesas, ese conjunto que eleva su hermosa enormidad sobre la calle de Santa Bárbara, cincelada contra el cielo nudoso de un Madrid que se deja palpar sin pudor. Junto a ella tiembla el Tribunal Supremo con su ventilador de noticias macilentas que destilan vetustez y cansancio.

La entrada principal del templo se abre orgullosa, hierática, tras el enrejado que parece querer detener a los intrusos. Se distancia de los transeúntes sobre la escalinata gris, rodeada de un jardincillo que invita a remolonear bajo el sol de primavera. Me dejo seducir por la tentación y traspaso los tres arcos de la la entrada para penetrar en la nave vacía, rotunda, hermosa, bañando por el silencio más profundo.

Siempre me resultó difícil imaginar la fe en un sitio como éste en el que el frío barroquismo pétreo de los poderosos se aleja tanto del recogimiento y hasta del miedo medieval. Me siento entre los bancos vacíos y observo la luz que entra atravesando los gruesos muros sin piedad, pero no veo a Dios, sino la opulencia bochornosa de los caprichos del poder.

El retablo del altar se eleva sobre seis robustas columnas oscuras que parecen querer alcanzar por sí solas el cielo. En el centro el enorme lienzo de Francisco de Mura describe la visitación de la virgen y, sin embargo, apenas soy capaz de entretenerme en él, es tan rotunda y tan atractiva la escultura que lo corona, con su sol dorado en lo alto que tanto pretende y que tan poco transmite.

A la derecha el sepulcro del rey Fernando VI, imponente, me recuerda que el tiempo vuela y que la muerte nos iguala a todos en el instante definitivo. Y a la izquierda, custodiado por sendos leones alados, el Duque de Tetuán descansa tendido y convertido en piedra, con el gesto sereno y la majestad estática de la belleza inútil.

Hacia el centro de la nave, de nuevo a la izquierda, el púlpito se pone de puntillas sobre los fieles. Es un conjunto casi orgánico, torneado y hermoso que parece hablar más de los gozos de la carne que de la finitud de la vida, de la bondad de Dios o de la justicia entre los hombres.

No, no logro encontrar aquí la fe. Ni bajo la hermosa linterna de la cúpula, ni frente al sepulcro de la santa. Los ángeles no sufren, los hombres y mujeres cincelados no conocen el dolor, no saben de las necesidades del cuerpo y del alma, permanecen inmutables en su contemplación pasiva, y pienso que esta iglesia no fue hecha para los humildes ni para los desamparados, sino para los poderosos que podían dedicar su tiempo al regodeo del ojo y de la imaginación porque no debieron preguntarse jamás cómo alimentarían a sus hijos al día siguiente o por qué Dios los había abandonado.

Fuera, Madrid palpita. Se extiende entre calles enredadas, salpicadas de conversaciones en voz alta, de urgencias anónimas, de obligaciones inventadas. Fuera la gente vive y siente y se oculta y no mira hacia el cielo en busca de un milagro, sino que palpa el futuro incierto, más incierto cada día, lejos de la reverberación hueca de los hermosos templos que también les pertenecen. 

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