martes, 20 de marzo de 2018


Una multitud me rodea, imperiosa, electrizada. Yo llegaré, igual que ellos, a mi destino, a esa muerte presurosa que a todos nos acecha. Pero ellos corren, inquietos, como si acelerando el paso, esquivando transeúntes, atrapando trenes, pudiesen huir de ella; y quién sabe si acaso la alcancen mucho antes, bajo el frenazo impulsivo de un autobús, en la urgencia por apurar un semáforo o en el impulso por cruzar una calle  aparentemente desierta.

La velocidad de la mañana en la gran ciudad es un opio alucinógeno de rutinas escarchadas, de egoísmos sobrepuestos, de ignorancias mutuas, recíprocas, lacerantes. Nos soportamos, nos sobrellevamos fingiendo que  no existen, que no están ahí, que su vidas imperfectas no pueden influirnos; que no leen los mimos libros que nosotros, que no escuchan la misma música, que no respiran el mismo aire viciado y sucio que nos enferma a todos.

Paloma Ulloa

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